En la mañana temprano armaba “el carro”. En la empresa “El Vinacho” cargaba los cajones de vino que repartía cansadamente por los bares de San Juan Capital. A medio día se pasaba por la estación de trenes San Martín intentando robar algún viaje a los nuevos taxis y más tarde a descansar la siesta. El carro volvía a salir a eso de las nueve de la noche. En 1950 todavía le quedaba una clientela selecta. Su encargo podría parecer sencillo, pero no lo era. Arrastraba a sus clientes/amigos fuera del bar, los subía al coche de tiro, lentamente y a velocidad de paso, los llevaba a sus domicilios. El aire fresco de la noche sanjuanina y su lento traslado daba al beodo un momento culminante a su estado. Situación y placeres perdidos a las que ínfulas de progreso con ribetes de gran ciudad nos han desacostumbrado. Este es uno de los cuadros por los que rezan los turistas bajo las dicroicas de cualquier aeropuerto.

El viejo era una especie de conductor designado del siglo pasado. A fin de mes cobraba todos los paseos, entregas y depósitos de madrugadas. Pese a tener entre dos y tres aventuras por noche su hoja de registros era inmaculada. Un profesional de gran respeto y admiración. Ramón Rivero (75) era hace 70 años el último cochero de San Juan. Una especie ya extinta. Él y su caballo sabían dónde ir, a quién rescatar, y dónde llevarlos. Una agenda ajustada de bares y domicilios. Por la mañana se encargaba que el vino exacto se encontrara en el bar preciso… para el cliente en cuestión; lo que le confería a Ramón, una ventaja táctica sobre cualquier vehículo motorizado. Sin celular, maps o rarezas.

Su carroza era en sí misma, un salvoconducto diplomático; inmune a la actividad policial y delictiva. Esto se debía fundamentalmente a que los comisarios siempre fueron clientes. También lo fue uno que otro transgresor. Para poder disfrutar de este servicio exclusivo puerta a puerta existían una serie de códigos, no escritos, que no sobrevivieron a la profesión. Hay rumores que hablan de un abundante llavero que colgaba del farol, órdenes de la señora de entregar el bulto al límite de la sobriedad. Obligación de ponerse en pie cuando Ramón se acercaba a la mesa; agua fresca para el caballo en la entrada del bar… pero son, todas, cosas que se escuchaban por ahí. La carrera de Ramón había comenzado en 1893 tras finalizar el Servicio Militar (tal vez toda la instrucción que tuvo en su vida) y ese mismo año consiguió un estupendo cliente: Domingo Morón, quien se convertiría en Gobernador de San Juan en mayo de este año. Buscaba a eso de las 08:00 a Don Domingo en su casa en Desamparados (Calle Del Bono) y lo conducía a Casa de Gobierno todos los días. Pero eso no duró mucho. El 27 de octubre de 1894 un terremoto de magnitud 8.2 dejó la ciudad en ruinas. Una gran parte de la Casa de Gobierno se había resquebrajado y la otra, derrumbado.

Ramón trasladaba a Domingo hasta la plaza 25 de Mayo donde, este, en una glorieta, había montado su despacho gubernamental y desde donde daba las órdenes. La carroza de tiro quedaba a la tarea del héroe y mano derecha del gobernador, que consistía en: reubicar personas, traslados urgentes de provisiones, medicamentos y acciones de salvatajes de todo tipo. La confianza ganada le dio la ocupación de movilizar gobernadores y personalidades de la época. Fue el chofer del Gob. Justo Castro (1895 a 1896) y del Gob. Abraham Vidart (1896 a 1899) primero como vicegobernador y más tarde como primer mandatario. Tuvo como clientes al Dip. Zacarías Yanzi, que también fuera jefe de Policía de San Juan entre 1873-1874, a Bartolomé Del Bono (empresario vitivinícola) y a Martín Laspiur (Corte Suprema de la Nación). Hay leyendas que cuentan cómo Ramón recibiría una de las primeras medallas al mérito otorgada por la provincia por sus destacadas acciones en la tragedia de 1894. Pero el siglo XX le tenía preparados un par de tragos amargos.

Su robusta educación castrense le permitió enfrentar con valentía el mismo problema el 15 de enero de 1944 (Terremoto). Tal vez fue esta tragedia la que le diera trabajo y le permitiría aguantar hasta la primera mitad del siglo. Cuando su profesión se encontraba entre las cosas que van a los museos. Ser auriga era un duro trabajo para un hombre de 75 años.  


Así como en los resúmenes de Yanzi, Morón, Del Bono, Laspiur… Ramón Rivero no figura; en la historia de Ramón tampoco figuran los nombres de sus caballos. Hasta finales del siglo XX el paseo en carroza fue una cuestión todavía romántica. Para el siglo XXI la tracción a sangre está prohibida, pero es también entendida como una cuestión inmoral. El tintineo de llaves, el ruido de herraduras sobre el asfalto, la noche agradable de finales de verano y la desesperación de un cronista sin una nota para el otro dia a orillas de un bar, dieron lugar a que C.D.F., periodista del DIARIO DE CUYO, recuperara este personaje para la historia.

Ramón Riveros había nacido en 1875, era peronista de ley y pedía en aquella entrevista una jubilación a Juan Domingo Perón (Primer Mandato). No fue posible saber si la obtuvo o no. Para los últimos días de marzo del 50 Ramón no apareció más, y nadie más preguntó por él, en las inmediaciones de la plaza 25 de Mayo. En los primeros meses de 1951 serían instalados los primeros semáforos en la Capital de San Juan.