"... Encaramos calle San Luís, que pasaba por el mismo Parque; hacemos la curvita hacia el norte y buscamos el hogar en al aire ya fresco de un sábado naciente".


Algo de esto he escrito. Parque de Mayo, verano del... y tantos. La verde rotonda circunda la estatua de San Martín y en su circunferencia dan vueltas lentamente vehículos a modo de retreta. El heladero persigue los rigores del calor con su voz cansina, compitiendo tímidamente con el Candy Dirón, heladería exitosa a espaldas sur de la olla. Los chicos ruedan por el césped húmedo hasta los canteros del centro; las chicas sentadas en pequeños grupos soportan el piropeo de los varones, arracimados en sus cercanías, trazando fantasías de juventud; con la bicicleta afirmada en el cordón de la vereda y el pantalón asegurado con un broche, un hombre triste mira pasar la vida, casi ausente.


Gira la rotonda en el pecho con su carrusel de sueltas figuras. No me dejan en paz sus eneros afiebrados. Se erige azul en la comarca de mis sueños, desde donde seguido me llega casi puntual. Siempre vuelven estas cosas de las que estamos hechos. La aventura de una película de Alain Delón salta ardorosa por las bocas de los muchachos, el fútbol y la última canción de Los Fronterizos. Un estallido celeste interrumpe la noche desde la cancha de Lanteri, donde un equipo de oro levanta glorias que se niegan retornar, en brazos del talento de los hermanos Riofrío y el Polo Benegas. Sobre calle Agustín Gómez (hoy Laprida) una casa me recuerda que cuando niño iba allí a aprender al piano. ¿Dónde estará ese teclado infinito que de cuando en cuando me indaga el pecho con salpicaduras de valses de rocío? ¿Desde qué sinfonía de fosforescencias insiste la profesora en enseñarme a solfear?


La noche ha tocado diana de triunfo. Los bellos portones del parque se han cerrado como un abrazo de filigranas. Quedan dos perros sombríos colgados de la luna. Encaramos calle San Luís, que pasaba por el mismo Parque; hacemos la curvita hacia el norte y buscamos el hogar en al aire ya fresco de un sábado naciente. Un gato nos mira con linternas de tristeza desde el umbral de una ajada puerta del barrio que edificó con arrestos de pobrezas el terremoto. Una sola luz atestigua la noche desde la hilera de casas humildes frente al Estadio. Me parece que es la casa del Víctor Díaz. La llave de nuestra casa está donde tiene que estar, como todas las cosas que ordena mi madre para hacernos más fáciles los avatares de la vida. Entramos y desde el fondo del pasillo la luz encendida, como todas las noches, esa candela que jamás se ha apagado desde que exploro el territorio de mi ayer para descifrar lo que soy.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.