"El día comienza a deslizarse desde los bronces del Este. No hay nadie en la calle. El frío me duele...".


¡Otra vez el invierno! La ciudad parece desplomarse sobre las cosas como un pájaro muerto, una lluvia de alfileres en el alma. Ya no lo soporto. A esta edad y en el deshabitado refugio de la calle, casi de nada me sirven los amontonados cartones con los que me tapo pero no me arropo. Y esta noche amenaza con una crueldad de rocío y una brisa que lastima la carne. El pórtico de la mercería será nuevamente el precario lujo de mi casa. En lenta procesión de silencios, cuando anochece, la gente va abandonando las calles y eso me hace sentir más solo, y hasta parece que se llevan el calor a sus hogares.


Me tumbo a buscar el sueño en la ciudad vacía. Un gato se acerca, me mira fijo a los ojos y se me pega al pecho como el regalo de un nuevo corazón. Sus latidos son más acelerados que los míos y su cuerpecito cálido me reconforta más por la compañía que por los dos o tres grados más que estos animalitos tienen.


El cartonero que trajina a las doce me mira como al descuido, pero al final me arrima la mitad del alimento que lleva en sus manos. Yo le agradezco con el brillo emocionado de mis ojos cansados. La Catedral da la media noche en su reloj que aspira a cielo. A lo lejos, un chisporroteo de luciérnagas barriales y sal festeja una fogata por Concepción. Cuando se está tan solo, ni siquiera se sabe qué pensar; los pensamientos son pedazos de uno que sobreviven a los constantes olvidos, desparramados en los pequeños cielos que nos siguen sustentando. Se me viene a cuento el estribillo de la canción que para Navidad coreaban las muchachitas acompañadas por la vieja y deslucida guitarra del Nono. El poco sueño que adormece mi tristeza se me ha caído encima como aleteos de palomas noctámbulas. Cuando comienzo a adormecerme, un estallido de magia pone punto final a la fogata; pero nada sobresalta a quien vive en la calle y dormir es como morirse un poco hasta mañana.


El día comienza a deslizarse desde los bronces del Este. No hay nadie en la calle. El frío me duele, pero cada vez menos a pesar de mis años, porque la intemperie y la desesperanza van poniendo el cuero duro. Sin embargo tiemblo, no sé por qué. Como un presentimiento de próximas nieblas, se me mete en los huesos una nueva desesperanza. Debe ser horrible morir en la calle. Me enrosco, me arropo con mis brazos cansados. El gato ya se ha ido a buscar su mundo por ahí. De pronto, siento en la cabeza una caricia que asemeja ese beso que he perdido hace años entre las melancolías. Una jovencita está parada a mi lado; murmurando algo dulce, me coloca un abrigo con paciencia; me agasaja el cuello con un collarcito azul; me invita a incorporarme y, cuando lo hago, me ofrece continuar la vida a su lado. 

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.