Conversaba con los alumnos en la glorieta de la universidad, cuando una joven me preguntó sobre la gravedad moral de la murmuración. Advertí cierta pesadumbre en su voz y un llamativo silencio entre sus pares. Algo me decía que sus compañeros conocían la razón de su pregunta y la acompañaban en su desazón. Sin lugar a dudas, fue una de esas clases que confirman nuestra vocación docente. Aunque pensándolo bien, en realidad, más que la típica clase expositiva, aquello fue una conversación a cielo abierto.

Piruetas del destino con más causalidad que azar, pero lo cierto es que el recuerdo de aquella tarde me acompañó todo el día. Pronto entendería aquellos juegos misteriosos de la mente. Un amigo me acercó una publicación de un desconocido, con un claro contenido difamatorio. Difusamente, quizás por el paso de los años, recordé el rostro acongojado de mi alumna y la abracé a la distancia. 

LOS MODOS DE LA DIFAMACIÓN

Existen diversas formas de difamar a una persona. Algunas, moralmente más graves que otras. Así, por ejemplo, cuando atribuimos un hecho falso al prójimo, dejándonos en la antesala de la calumnia. En otras ocasiones, cuando agravamos la naturaleza moral de un hecho verdadero o imputamos gravedad moral a un hecho de suyo, moralmente indiferente. En estos tres supuestos el agravio a la fama y al honor, es directa. Pero existen otros modos dónde la ofensa es implícita e indirecta. Es el caso de quien niega hechos o logros verdaderos, los acalla o disminuye maliciosamente. Pero en todos ellos, la difamación se consuma.

UNA ESPADA DE TRES FILOS

Sin embargo, lo más notorio de la difamación, es que el difamador es quien más herido queda por su acto. Decía San Bernardo (1090-1153) que "la lengua del murmurador es una espada de tres filos", ya que hiere al prójimo, hiere a quien le escucha y se hiere a sí mismo". Aunque, en realidad pienso que hiere más al difamador. La difamación tiene una triple carga de perversidad en sus orígenes: malicia, cobardía e injusticia. Efectivamente, el difamador procura destruir la fama de una persona (malicia) en ausencia de ésta (cobardía) atribuyéndole hechos falsos (injusticia). Y el mal, es una saeta que arrojamos contra otro, pero que vuelve contra nosotros mismos, como el boomerang. Se equivoca el difamador si piensa que solo hiere al destinatario de su agravio. Porque la verdad más temprano que tarde, siempre emerge. Es la persona que difama quien realmente queda expuesta en su debilidad moral. Y aunque cueste creerlo, eso lo vuelve más vulnerable que a la propia víctima de sus oprobios. 

Paradoja de la vida: aquel que procura manchar la honra de otro, imputando hechos falsos y aumentando con malicia sus defectos, es quien, moralmente, más herido queda. El resentimiento, la envidia, la soberbia o la hipocresía, raíces donde se nutre la difamación, se vuelven visibles a los ojos de todos. La sociedad no deja de ser, en ese sentido, una casa con paredes de vidrio.

Ahora bien, nadie es juez moral de nadie. Ni han de ser estas líneas una tribuna desde dónde se levante con presteza el dedo acusador. Por dos razones: porque no hay juez moral más implacable que la propia conciencia y porque quien difama no deja de ser ese herido a la vera del camino al que debemos recoger y perdonar.

¿Qué debemos hacer frente a la calumnia?

No me refiero ni al difamador ni a su víctima, sino al tercero que escucha la difamación. Porque también hiere, ya que al oírla demuestra complacencia y cierto grado de complicidad. Prestar oídos en cierto sentido, termina allanando el camino al difamador. Sin terceros que escuchen y divulguen, no habría difamación posible. Se dice que San Agustín aborrecía de tal manera la difamación, que escribió en su comedor los siguientes versos: "Nadie del ausente aquí murmure// Y si en esto no quisiere moderarse, podrá de la mesa retirarse". 

 

Por Miryan Andujar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo