Jesús dijo a sus discípulos: "Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: "Vengan benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo y me vistieron; enfermo y me visitaron; preso y me vinieron a ver. Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo" (Mt 25, 31-46).


La solemnidad de Cristo Rey coincide con el final del año litúrgico, durante el cual hemos recorrido los principales misterios de la fe, desde la creación hasta la redención final en Cristo, cuando vendrá al final de los tiempos a resucitar a los difuntos y a juzgar a todos. Aun como cristianos los hombres y mujeres de antes maduraban mucho más temprano que en nuestros días. Una chica de catorce años hoy es sólo madura y por demás, lamentablemente, sólo en sentido fisiológico. Pero a los catorce años la joven Isabel, hija de Andrés II, rey de Hungría, nacida en 1207, cuando contrajo nupcias con el duque reinante de Turingia Luis IV, seis años mayor que ella, ya era una mujer hecha y derecha. Tuvieron tres hijos, hasta que Luis, murió durante la quinta cruzada, en 1227. La madre de Luis, suegra de Isabel, que odiaba cordialmente a su nuera, la echó de la residencia ducal, nombrando al hermano menor del difunto regente del ducado. Isabel tuvo que huir con su último bebé en brazos y los otros dos tomados de su falda. Durmió en establos abandonados hasta que logró llegar a Bamberg donde era obispo uno de sus tíos. Fue traicionada; por motivos dinásticos fue despojada de sus hijos, y como gracia obtuvo el poder hacerse cargo de un hospital en Marburgo. Allí se dedicó a cuidar personalmente a los enfermos más graves y en especial a los leprosos. Admiraba a su contemporáneo Francisco de Asís. Se hizo terciara de la Orden y no volvió a usar nunca más sus vestidos de corte. Cuando el cansancio y los sufrimientos tendían a agobiarla le protestaba a Dios: "¿Acaso quieres que esté frente a vos con cara triste? ¿Ya que te amo y tú me amas, no prefieres verme alegre?". En ella se perfilaba el robusto buen humor y sentido común de Santa Tersa de Ávila que también se fastidiaba cuando las cosas iban mal y le decía al Señor: "Si así tratas a tus amigos con razón tienes tan pocos". Pero ya antes, en la corte ducal, Isabel había ejercitado esa caridad a la cual ahora se dedicaba totalmente. Porque como mujer del duque decía que estaba obligada a ocuparse de los más miserables. Cuando las damas de su corte pretendían disuadirla de ello, so pretexto de que tales visitas no estaban a tono con su elevada condición, ella se indignaba y decía: "Déjenme, cuando Jesús me pida cuentas de los actos de mi vida y tenga que responder por todas las gracias y felicidad que me ha dado, yo le contestaré: "Señor te di de comer cuando pasabas hambre; te di de beber cuando tenías sed; te vestí cuando estabas desnudo y te visité cuando estabas enfermo. Y a Vds. les digo que prefiero renunciar a ser duquesa si no puedo servir así a mi rey". 


Esta gente leía los evangelios en serio, no como nosotros. Cosas parecidas decía San Luis de Francia, que vivía intensamente su condición de monarca entendiendo ese oficio no como privilegio autoritario sino como servicio al verdadero Rey que se identificaba con los más desamparados y postergados. Cada vez que ejerciendo personalmente justicia defendía a los oprimidos contra la prepotencia de algunos nobles indignos de su nobleza afirmaba que no hacía más que defender a quien a su vez, en el tribunal definitivo, sería su propio juez. El evangelio de hoy pinta de modo claro, y dramático, el juicio final. En este se revela un Dios que olvida sus derechos, prefiriendo los derechos de sus amados. Los archivos de Dios no están llenos de nuestros pecados, para ser enrostrados el último día. Contienen en cambio, los gestos de bondad donados a los más débiles e indefensos, los vasos de agua fresca ofrecidos, las lágrimas secadas, y la solidaridad ofrecida a los más vulnerables. En el juicio final, Dios no va a escribir la sentencia. Simplemente leerá la que nosotros hayamos escrito con nuestras vidas.

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández