Por Silvana Cataldo

Especialista en formación en lectura

Decimos gracias casi sin pensarlo. Lo hacemos de manera automática al recibir un favor, al cerrar una conversación o incluso como fórmula de cortesía. Sin embargo, pocas veces nos detenemos a pensar qué historia encierra esa palabra ni por qué expresar gratitud tiene un impacto tan profundo en nuestra vida emocional y social.

La historia de una palabra

La palabra gracias tiene un origen antiguo y significativo. Proviene del latín gratia, un término polisémico que reunía varios sentidos que hoy solemos separar: por un lado, una dimensión estética, agradable, elegante, armonioso; una dimensión psicológica, es decir, el reconocimiento por un beneficio recibido y, por último, una dimensión social (jurídica): el favor, un beneficio otorgado sin obligación, gratis, por pura gracia.

Con el paso del latín al romance y luego al español, gracias se consolidó como una forma fija para expresar agradecimiento. Con este gesto, reconocemos que el otro nos ha dado algo “gratis”, es decir, sin que nosotros tuviéramos el derecho de exigirlo. La lengua, una vez más, deja ver una concepción profunda de lo humano: agradecer es reconocer que no somos autosuficientes, que necesitamos de los otros.

A lo largo de los siglos, la palabra se fue ritualizando. En la modernidad, su uso se volvió cotidiano, casi invisible. Pero esa aparente simplicidad no le quita peso simbólico: cada gracias sigue siendo una forma de reconocimiento del otro y del lazo que nos une a él.

Agradecer reconoce que no somos autosuficientes.

La gratitud como experiencia emocional

Desde la psicología, la gratitud no es solo una buena costumbre social, sino una emoción compleja con efectos comprobados sobre el bienestar. Las investigaciones en psicología positiva muestran que sentir y expresar gratitud se asocia con mayores niveles de bienestar subjetivo, mejores vínculos interpersonales y una disminución de síntomas como el estrés y la ansiedad.