Vivimos en un tiempo extraño, en el que ya casi da miedo quedarnos quietos. El filósofo Byung Chul Han reaparece en estos días con un nuevo ensayo, donde reinterpreta la obra de la figura Simone Weil. Han, autor de títulos fundamentales como La sociedad del cansancio e Infocracia, nos ofrece una brújula para nuestros días al analizar las profundas heridas contemporáneas: la saturación digital, el individualismo, y la palpable pérdida de sentido. Entre sus líneas aparece nuevamente su tesis sobre lo que llamamos “era del rendimiento”, esa cultura que exige velocidad, eficacia, perfección; y en ese empuje, sin que lo notemos al principio, se lleva por delante algo esencial: nuestra atención, nuestra capacidad para estar presentes.

Han nos recuerda que no estamos exentos: nos hemos transformado en sujetos que se autoexplotan. Ya no hay tanta presión externa visible, no hay látigo, sino relojes, notificaciones, exigencias que salen de nosotros mismos. Somos nosotros quienes empujamos para producir, destacar, responder rápido, consumir sin parar. Y la verdad es que ese empuje constante termina agotando.

Un mandato sutil 

Pero no todo es externo; también es interno. Hay un mandato sutil, casi imperceptible: estar felices, optimistas, eficientes. No basta con que produzcamos: hay que mostrar que estamos bien mientras lo hacemos. Esa positividad constante tiene consecuencias: si no lográs seguir el ritmo, te sentís defectuoso, culpable.

Y en medio de esta carrera, la atención profunda se desvanece. Nos acostumbramos a fragmentos: ver algo en un celular, después saltar a una notificación, luego aferrarnos a lo inmediato. La espera, la paciencia, lo duradero, esas cosas que requieren quietud mental, se vuelven casi exóticas.

El resultado social es inquietante. Lo que era cuidado mutuo, escucha al otro, empatía, empieza a fallar. Porque si ya no somos capaces de detenernos, de mirar sin juzgar, de aguantar el silencio, ¿cómo vamos a sostener relaciones humanas profundas? Hay narcisismo, vacíos, desconexión. Entre lo que somos en privado, lo que mostramos públicamente y lo que realmente sentimos hay una brecha que crece.

Practicar la amistad 

Han no se queda solo en la denuncia. También apunta hacia modos de resistencia, formas de recomponer lo que se está perdiendo. Nos invita a redescubrir la lentitud, el silencio, la contemplación como espacios de reconexión. Volver a practicar la amistad verdaderamente, estar con el otro sin la urgencia del rendimiento. Admirar lo cotidiano, apreciar lo que tarda, lo que no está diseñado para ser inmediatamente útil.

También sugiere recuperar el tiempo como un tesoro, no como un recurso que hay que optimizar sin cesar. Que dar espacio al aburrimiento, al desvanecimiento, puede ser un acto político. Porque si siempre somos productivos, siempre estamos llenos de estímulos, ¿dónde queda lugar para sentir, para pensar, para soñar?

En fin, lo que Han describe no es un futuro distante, sino nuestro paisaje de todos los días. Y lo más difícil quizá no sea ver lo que está pasando, sino decidir no seguir participando del vértigo sin tregua. Elegir parar un rato, respirar, mirar sin prisa. Porque en ese parón puede estar la posibilidad de recuperar algo de nosotros mismos, algo que vale la pena.

 

Por Jorge Ernesto Bernat
Prof. y Licenciado en Filosofía