Por Miriam Fonseca
Presidente de Escritores del Sol

Hay palabras que se pronuncian como si fueran hermanas, pero que en realidad pertenecen a familias distintas. Entre ellas, “lealtad” y “adulación” suelen confundirse con una facilidad inquietante. En tiempos donde la opinión se acelera y la aprobación inmediata parece una moneda de cambio, conviene detenerse y recuperar el valor exacto de cada una.

La lealtad es un vínculo que se funda en la verdad. Es la actitud de quien acompaña sin perder la integridad personal. Ser leal no significa asentir a todo ni celebrar cada decisión de alguien. Ser leal es tener el coraje de decir la verdad aun cuando incomode. Es sostener el compromiso sin renunciar a la honestidad. La lealtad se parece a una mano firme en medio de la tormenta que sostiene, advierte y orienta. No aplaude por costumbre, sino por convicción.

Muy distinta es la adulación. Su tono es meloso, su gesto exagerado y su raíz siempre interesada. El adulador no acompaña, se esconde detrás de un elogio que tiene doble fondo. Calla lo que no le conviene decir, exagera lo que el otro quiere escuchar y alimenta una realidad artificial donde no hay cuestionamiento posible. La adulación empobrece porque ahoga la crítica y oscurece el criterio. Es un espejo deformado que devuelve únicamente lo que agrada.

Entre ambas se ubica la fidelidad, una palabra que remite a la constancia emocional. Ser fiel es permanecer, incluso cuando los tiempos cambian y las certezas tambalean. La fidelidad tiene la profundidad de un lazo íntimo que se construye con paciencia y se sostiene con afecto. Pero tampoco la fidelidad exige renunciar a la verdad. Un vínculo fiel puede ser firme sin ser ciego.

Ahora bien, el verdadero conflicto surge cuando alguien exige lealtad, pero lo que en realidad está reclamando es adulación. Esa confusión es peligrosa. Cuando una persona pide “lealtad” y entiende por tal que nunca se le cuestione, nunca se le marque un error o nunca se le muestre otro camino, esa relación está destinada a deteriorarse. Porque al primer desacuerdo, al primer señalamiento de que algo no está bien hecho, ese alguien se siente traicionado. Interpreta la verdad como un ataque, y al mensajero, como un enemigo.

En ese punto aparece una situación muy frecuente y silenciosa: ¿qué pasa con la persona a la que se le pidió “lealtad”, pero en el fondo se le exigía adulación, y decide retirarse?

Ocurre algo fundamental: esa persona no rompe la fidelidad, sino que la redirige hacia sí misma. Conserva su dignidad, su criterio y su verdad interior. Elige no participar de un sistema que necesita obediencia ciega para sostenerse. Y aunque desde afuera se la acuse de deslealtad, su salida no es un acto de traición, sino de coherencia.

Cuando permanecer implica renunciar a la propia voz, la fidelidad exige distancia.

Hay fidelidades que se expresan quedándose, y fidelidades que sólo pueden expresarse al irse.

La persona que se retira lo hace porque la relación dejó de ser un espacio de verdad para convertirse en un espacio de expectativa y control emocional. Y desde afuera, puede seguir deseando el bien del grupo sin perder su integridad ni dejar de ser leal a sus valores.

Por eso es fundamental reconocer esta frontera. No toda exigencia de “lealtad” es genuina. Muchas veces es una forma encubierta de pedir obediencia. Y quien se somete a esa lógica termina anulando su voz, su criterio y su dignidad. En cambio, donde existe la lealtad verdadera -esa que acompaña, pero también cuestiona cuando es necesario- florecen relaciones maduras, honestas y capaces de crecer.

En definitiva, la pregunta no es quién pide lealtad, sino qué entiende por lealtad. Porque donde se pide adulación, tarde o temprano habrá conflicto. Y donde se practica la lealtad auténtica, aparece la dignidad, la ética y la posibilidad de construir vínculos sólidos basados en la verdad.