La discusión sobre la reforma laboral en la Argentina vuelve a ocupar un lugar central en la agenda política, económica y social. Una vez más, el país enfrenta un dilema que parece repetirse cíclicamente: cómo lograr salarios que crezcan de manera genuina, cómo reducir la informalidad estructural que afecta a casi la mitad de los trabajadores, y cómo recomponer la competitividad de un aparato productivo que perdió terreno frente a la región y el mundo. En este contexto, el gobierno impulsa una reforma que modifica aspectos sustanciales de la Ley de Contrato de Trabajo, flexibiliza algunos mecanismos de organización del empleo e introduce el concepto de productividad como criterio rector de las negociaciones salariales. El debate es amplio, tenso y polarizado, pero conviene despejar algunos equívocos para comprender el núcleo de la cuestión.

Una experiencia que me cambió la mirada

En el año 2000, con apenas poco más de treinta años, ocupaba el cargo de Director de Relaciones Laborales del Gobierno de San Juan. Por desarrollar esa función fui invitado a acompañar al entonces Subsecretario de Trabajo, Dr. Rodolfo Colombo, a una cena de camaradería que ofrecía la Federación Económica de San Juan en el viejo Hotel Nogaró. Los anfitriones me ubicaron en una mesa junto a varios empresarios, entre ellos el ingeniero Ricardo Basualdo. Yo era parte de aquel gobierno por mi condición de afiliado radical y por la generosidad tanto del Dr. Colombo como del gobernador Dr. Alfredo Avelín. Mi radicalismo era, además, una herencia intelectual: desde joven admiré a Raúl Alfonsín y creí firmemente que el camino hacia un país más justo pasaba por aplicar la ley, respetar los derechos humanos y construir justicia social sin caer en la demagogia ni en los excesos del populismo peronista. Con ese bagaje, también cargaba con prejuicios muy instalados sobre el empresariado -al que imaginaba homogéneamente ventajero- e incluso sobre el propio Basualdo, fundador de un partido conservador y ex vicegobernador del Lic. Escobar. Sin embargo, esa noche marcó un quiebre inesperado. Tras escuchar con paciencia mis apasionadas disquisiciones sobre plusvalía, ampliación de derechos, progresividad social y la centralidad del artículo 14 bis de la Constitución Nacional como piedra angular del sistema económico, Basualdo me respondió con una frase breve y una explicación detallada que cambiaría para siempre mi perspectiva: +Sin renta empresaria, no hay justicia social+. Aquella sentencia, simple y a la vez profunda, me reveló que no hay distribución sostenible sin creación de riqueza previa; que la productividad y la competitividad no son la antítesis de la justicia social, sino su condición de posibilidad.

Competitividad: sin ella no hay salario que sostener

El primer punto insoslayable es reconocer que no hay salario alto sin un aparato productivo competitivo. La Argentina paga hoy salarios bajos no porque la ley laboral sea más o menos rígida, sino porque su economía produce poco valor por trabajador en comparación con los países con los que compite. El salario real es la consecuencia directa del valor económico generado. Cuando las empresas no pueden competir, no exportan, no invierten y, en consecuencia, no pueden pagar mejores salarios. La reforma laboral busca -según sus promotores- permitir que las empresas reduzcan incertidumbre, bajen costos transaccionales, minimicen litigios y adopten formas de organización más flexibles que les permitan producir más y mejor. Este enfoque no garantiza por sí mismo el éxito, pero sí reconoce una verdad básica: no hay redistribución posible sin creación de riqueza. Y la creación de riqueza depende, en buena medida, de la capacidad de competir.

El antecedente de Perón: productividad como base del salario

Resulta llamativo que buena parte de la oposición política, que se reivindica heredera del peronismo clásico, ignore un antecedente histórico que arroja luz sobre el debate actual. En marzo de 1955, Juan Domingo Perón impulsó el Congreso Nacional de la Productividad y el Bienestar Social, donde se estableció con claridad que los salarios debían +guardar proporción con la productividad+ y no basarse en presiones sectoriales o criterios subjetivos. El diagnóstico de Perón era claro: si los salarios aumentan sin un correlato en la productividad, la inflación se encargará de absorber la mejora nominal. La discusión contemporánea, por tanto, no es ajena a nuestra tradición política; al contrario, la retoma.

Transparencia: negociar con datos, no con percepciones

La incorporación de la productividad como criterio salarial tiene una consecuencia profunda: obliga a las empresas a transparentar sus cuentas y a los sindicatos a negociar sobre bases objetivas. Este es un cambio cultural de enorme alcance. La paritaria deja de ser un enfrentamiento basado en percepciones o en poder de presión y se convierte en una negociación técnica, donde empleadores y trabajadores analizan: 1) márgenes operativos, 2) costos reales, 3) capacidad de inversión, 4) desempeño histórico y proyectado, 5) productividad por trabajador, 6) impactos tecnológicos. Esta transparencia, lejos de debilitar al trabajador, lo fortalece: le da elementos concretos para reclamar mejoras cuando la empresa crece, y permite evitar conflictos cuando efectivamente no hay margen económico. Profesionaliza la negociación y reduce la conflictividad. Participación sí, riesgo empresario no. Un error conceptual frecuente es interpretar que la participación del trabajador en debates sobre productividad implica compartir el riesgo empresario. Es lo contrario. El riesgo empresario -la posibilidad de pérdida, quiebra o ineficiencia- sigue siendo exclusivo del empleador. La participación informada del trabajador no lo convierte en socio ni en miembro de una cooperativa. No suma responsabilidades jurídicas; solo suma información para negociar mejor. El equilibrio es sutil pero fundamental: más participación no significa asumir riesgos ajenos.

El factor ausente: educación

Hasta aquí, el debate gira en torno a leyes, incentivos y negociación colectiva. Pero hay un elemento que suele quedar relegado y que, en rigor, condiciona todo lo anterior: la educación. Una reforma laboral puede ordenar incentivos y facilitar la organización productiva, pero no puede crear productividad por decreto. La productividad surge del conocimiento, de la capacidad del trabajador para incorporar tecnología, resolver problemas, adaptarse a nuevos procesos y generar valor agregado. El sistema educativo argentino, especialmente en su dimensión técnica y profesional, hace años que no responde plenamente a las demandas del mercado laboral moderno. Sectores estratégicos como minería, energías renovables, agro de precisión, software, robótica, logística avanzada, biotecnología o servicios basados en conocimiento demandan perfiles para los cuales el país no forma suficientes técnicos y profesionales. Los salarios en estos sectores son altos no por una razón normativa sino porque la productividad del trabajo es altísima. Sin una transformación educativa profunda, la reforma laboral tendrá un impacto limitado: podrá mejorar el funcionamiento del sistema, pero no elevará sustancialmente el techo de productividad. Si el país no logra cerrar la brecha educativa y de habilidades, seguirá atrapado en una estructura productiva de bajo valor agregado que limita irremediablemente los salarios.

Una admonición necesaria al Presidente de la República

Sr. Presidente de la Nación, Dr. Javier Gerardo Milei si, como usted sostiene -y yo comparto profundamente- que +el que las hace, las paga+, entonces la próxima reforma laboral debe necesariamente restituir las sanciones contundentes a los empleadores que contratan trabajadores sin registrar. La clandestinidad laboral no es un detalle técnico ni una infracción menor: es un drama silencioso que lacera nuestra economía, erosiona la competitividad real de las empresas y sabotea cualquier expectativa seria de mejorar las jubilaciones y garantizar la sustentabilidad del sistema previsional sin recurrir a soluciones mágicas o parches de corto plazo. Si avanzamos hacia un marco normativo que facilite la contratación, modernice reglas rígidas y ofrezca mecanismos alternativos que reduzcan

drásticamente el costo del despido -como fondos de cese laboral, seguros de retiro u otros sistemas equivalentes- entonces la contracara indispensable es tolerancia cero con la informalidad deliberada. Con más herramientas legales para contratar y menos incertidumbre para despedir, ya no existe justificación moral ni económica para mantener trabajadores en negro. Una reforma laboral moderna exige un mensaje claro y coherente, el que genere empleo genuino tendrá incentivos; el que fomente la clandestinidad deberá asumir las consecuencias. El principio que usted mismo postula, Señor Presidente -el que las hace, las paga- debe aplicarse también aquí, con la misma firmeza y el mismo rigor.

Conclusión: tres engranajes para un mismo objetivo

La Argentina necesita elevar el salario real y reducir la informalidad. Para ello hacen falta tres engranajes coordinados: 1) Reforma laboral que modernice reglas y dé previsibilidad. 2) Reforma productiva que permita competir con el mundo. 3) Reforma educativa que forme trabajadores capaces de generar más valor. Sin estos tres elementos actuando juntos, cualquier avance será parcial. La educación sin productividad no mejora el salario; la productividad sin reglas claras no genera empleo formal; y las reglas sin educación no aumentan el valor agregado. El desafío es enorme, pero también es una oportunidad: nada puede mejorar si no discutimos todo lo que hace falta mejorar.

Dedicatoria

A la memoria del Ingeniero Ricardo Basualdo, cuya claridad de pensamiento y generosidad intelectual cambiaron para siempre mi manera de comprender la relación entre empresa, trabajo y justicia social

 

Por Mario Daniel Arancibia 
Abogado – Ex Subsecretario de Trabajo