Amargura. Los juveniles de argentina mastican bronca durante la premiación, tras la derrota contra los anfitriones que les impidió la coronación.

Walter Cavalli
Fotos: Marcos Carrizo
DIARIO DE CUYO

Cuando empezaron sólo soñaban con estar en el equipo. Con ser elegidos por el técnico Juan Manuel Garcés. No era fácil. Ellos lo sabían y por eso se esforzaban al máximo. Después, cuando ya quedaron los diez confirmados en el seleccionado argentino se sintieron plenos. Ir al Mundial ya lo saboreaban. Pisar España con los colores argentinos era un hecho. ¿Entonces por qué no cambiar de sueño? ¿Por qué no sentir la esperanza de ser campeón del mundo? Y así largaron en la bella Vilanova.

Y todo empezó a las mil maravillas. Se dieron un gustazo especial al ganarle en el debut nada más ni nada menos que a España. El local. El que figuraba como el máximo candidato a la corona. Y ahí empezaron a sentirse plenos. Sabían que el camino que quedaba no iba a ser fácil, pero ya sentían esa fuerza íntima que te da la fortaleza de tus sueños.

Entonces llegó el partido contra Chile. ¿Un golpe en contra tal vez? No, simplemente un aviso que las cosas no iban fáciles. Un empate que salió con sabor amargo. Porque estaban ganando por dos goles y, en el último minuto, los chilenos lo empataron. Ni siquiera el éxito por penales posterior (porque lo exigía el reglamento) les sacó esa languidez en la garganta. No importa, pensaron todos. Vamos para adelante, se dijeron. Le ganaron a Suiza mejorando la parte anímica porque en el juego seguían con sus movimientos bien aceitados. Volvieron a encontrar la felicidad. La alegría propia de chicos de menos de veinte años.

Tuvieron, como el técnico "Juanma" Garcés prefería, un cuarto de final decididamente accesible. Se toparon con el débil Estados Unidos y lo golearon pasando la decena. No le hicieron más goles porque tuvieron respeto por sus inexpertos rivales.

Y se vino el primer gran desafío a cara de perro y sin escapatoria. Era ganar para seguir soñando con el título o perder y aguantarse jugar por el tercer puesto. El rival: Italia. Un equipo tan peligroso como España o Portugal, que jugaban la otra semifinal.

Y volvió a aparecer la mística ganadora de este plantel. La capacidad para llevarse al rival por delante e intentar ganar con cualquier variante ofensiva. Los italianos eligieron defenderse. Error. Es lo peor que pudieron hacer ante estos titanes. Al final fue victoria argentina. Del principio hasta el fin. Con categoría, con personalidad.

Un día de descanso para reponer fuerzas y llegó la final. Otra vez con España. Sí, el mismo rival del debut. La historia, se sabía, iba a ser otra. Porque, como se dice, no hay dos partidos iguales.

Igual los chicos argentinos se la jugaron. Se le plantaron firmes al local y se fueron al descanso del primer tiempo ganándoles. Tanto esfuerzo se notó en el complemento. Y el que lo aprovechó fue España, que tuvo fuerzas para dar vuelta el tablero y quedarse con el título por el 3-2.

Los argentinos lloraron. Lógico, porque lo sintieron. Pero en el fondo del corazón les quedó la satisfacción de haber dado todo. Otra vez será, aunque este subtítulo es un orgullo.

Hubo dos sin tres

Argentina buscaba su tercer título mundial juvenil en varones, pero se quedó muy cerca. En la primera edición del campeonato ecuménico Sub-19 se arañó la gloria. De esta forma, por ahora son dos las coronaciones albiceleste en este tipo de categorías, que antes eran Sub-20.

El primero se dio en 1999, en Cali (Colombia), con victoria argentina en la final por 6-2 ante Chile.

Mientras que el último fue en Malargüe (Argentina) en el 2005 superando a España. Dos años antes, en Montevideo (Uruguay), se cayó en la final 5-3 ante Portugal.