Casi dos décadas después del asesinato que paralizó a Río Cuarto y mantuvo a la opinión pública en vilo, el caso de Nora Dalmasso ha resucitado, no por la aparición de una prueba milagrosa, sino por la contundente intervención del fiscal Pablo Jávega.

El magistrado ha encendido un explosivo procesal al insistir en que el parquetista Roberto Bárzola sea juzgado, a pesar de que una Cámara ya había declarado la prescripción del crimen, ocurrido en 2006.

El movimiento de Jávega no es menor: pone en evidencia lo que él llama una “omisión de evidencias cruciales” que ha marcado el expediente desde sus inicios. Según el fiscal, “hay elementos desde el principio que apuntaban al hoy acusado como autor del crimen”, un señalamiento que resuena con particular fuerza en este momento. ¿Por qué? Porque la firmeza de Jávega contrasta dramáticamente con el desempeño de los tres fiscales anteriores que investigaron el homicidio y que, paradójicamente, hoy están sometidos a un jury de enjuiciamiento por su actuación en la causa.

“Jávega vio lo que no vieron los otros tres fiscales”, es la sentencia que circula en los círculos judiciales, aumentando la presión sobre los integrantes del jury y el máximo tribunal de Córdoba.

El contexto se vuelve aún más tenso al confirmarse un dato clave: la identificación de ADN de la víctima en la bata de Dalmasso. Si esta evidencia estuvo disponible o fue mal interpretada en su momento, el debate sobre la negligencia investigativa se intensifica.

Mientras la defensa de Bárzola se atrinchera en el argumento del paso del tiempo y la prescripción, la causa ha escalado hasta el máximo tribunal de justicia de Córdoba. Es allí donde deberá definirse el planteo de queja presentado por la familia Macarrón, quienes han sido víctimas colaterales del “azote mediático” por las imputaciones previas contra el hijo y el viudo de Nora.

Este nuevo capítulo no es solo una disputa legal sobre tecnicismos de tiempo; es un profundo cuestionamiento social sobre la eficiencia y la responsabilidad de la Justicia.