Un aviso desde el comando más cercano les da la orden de cesar el fuego. La guerra había terminado. Era el 14 de junio de 1982. El sanjuanino Adolfo Rojo, a sus 22 años, había estado 70 días en un pozo de defensa junto a 5 compañeros, posición que no tuvo ninguna baja.

Masticó bronca, insultó al aire, quería seguir peleando. No había forma de digerir el final. Había que dejar todo y sólo volver con el material liviano (armas) y entregarlas a los ingleses para materializar la rendición. “Sentía bronca, impotencia, queríamos pelear. A nosotros no nos habían derrotado, habíamos cumplido nuestra misión. Hasta último día nos dijeron que íbamos ganando”, recordó.

La tarea que le encomendaron como jefe de posición era el manejo de un cañón de 105 milímetros (tenía un alcance de 10.000 metros) en Bahía Fox, en la isla Gran Malvina, donde tenían que tirarle a todo lo que intente desembarcar. Era el más ‘viejo’ de los seis: cuatro tenían 18 años y uno 19. “Eran los 18 de antes”, aseguró

Adolfo sentía la carrera militar, había estudiado en la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral, en Campo de Mayo, provincia de Buenos Aires, y la guerra lo encontró como cabo primero cumpliendo tareas en el RIM 8 de Comodoro Rivadavia. El 5 de abril fue encomendado a Malvinas.

Como se sabe, los argentinos tenían dos enemigos. Los ingleses y sobrevivir en la precariedad con la que combatieron. “Pasamos hambre, frío, estábamos mojados”, apuntó. Con las cajas de madera donde venían las balas las ponían en el piso del pozo que ellos mismos cavaron para tener los pies secos.

Hasta tomar mate fue una odisea. Pero el ingenio de los muchachos hizo que con una lapicera, el tubo de una pasta de dentífrico, un vaso y secando la yerba una y otra vez (la usaban y la ponían al sol), pudieran compartir “unos verdes”.

“Nada fue fácil, hubo bastante bombardeo que supimos aguantar, en esa zona había seis cañones en total y terminamos la guerra cumpliendo nuestra tarea”, detalló con orgullo.

Volver a su posición y buscar el “tesoro”

Adolfo puede volver con los ojos cerrados a su posición. Quiere volver, pero no sabe si se podrá, si lo dejarán llegar al lugar. Allí quedó el cañón, pero además hay decenas de cosas, la mayoría pertenencias, que quedaron enterradas.

“Hay cartas, utensilios, cosas nuestras. Sabemos que eso es terreno sagrado, que no lo podemos tocar pero al menos saber que siguen allí”, se esperanzó.