Eran las 8,15 del 1 de febrero de 2002. Dos hombre llegaron en bicicleta al cementerio de Pocito equipados con un frondoso ramo de flores. Hacía 5 días habían dejado allí el cuerpo de su madre, Doña Dominga, a quien habían visto sufrir durante mucho tiempo por una dolorosa enfermedad.  Ya estaban resignados, pero la extrañaban. Lo que no imaginaban es que, minutos después, estarían convencidos de volver a escuchar su voz.

Todo comenzó con los hombres caminando hasta el final de la tercera galería de nichos. Al llegar se encontraron solos, en medio de ese silencio sepulcral. En un momento, uno de ellos alzó las flores y pensó en voz alta: “Dominga, mirá lo que te traigo”. De golpe, ambos oyeron su voz suave y calma: “M’hijo…”.

Se quedaron inmóviles, mudos y se miraron. Estaban seguros, era su madre la que había hablado desde el ataúd. El estupor les provocó escalofríos y, sin mediar palabra, corrieron a pedir ayuda.

Jurando que su relato era cierto, los hermanos se toparon con tres personas, una pareja a la que conocían desde hacía muchos años y un hombre que estaba solo. Les confiaron lo sucedido y les juraron que, a pesar de toda lógica, creían que su madre estaba viva.

“La escuché clarito, no sabíamos qué hacer y disparamos para afuera. Empezamos a buscar a otra gente que había en el cementerio y les decíamos: ‘Vengan, miren, qué es esto’”, relató uno de sus hijos aún conmocionado.

El grupo integrado por las cinco personas ingresó nuevamente a la galería rodeada de tumbas. Al llegar, los hermanos volvieron a invocar a su madre pronunciando su nombre. Y, aunque esa vez no oyeron palabras, sí escucharon dos golpes desde adentro del ataúd.

“Fue impresionante, no lo podíamos creer”, reveló uno de los hijos.

Todos quedaron paralizados y uno de ellos pidió: “Golpeá de nuevo”. Una vez más escucharon el tronar de la madera, tal como si fuera una respuesta.

El hombre que había llegado alarmado por los hijos no lo dudó, corrió y llamó a la Policía. A los pocos minutos llegaron dos móviles. Los efectivos se acercaron y, según uno de ellos relató, alcanzó a oír el último golpe que llegaba desde el interior del féretro.

Desesperados, los hijos pidieron que bajaran el cajón, que rápidamente fue depositado sobre el suelo. Sin embargo, a partir de ahí no se escuchó nada más.

Convencidos de que su madre podía estar con vida, los hombres cargaron el ataúd a otro sitio esperando que alguien los abriera. En ese momento llegaron los empleados municipales, que con una amoladora sacaron la tapa: la mujer yacía inerte y sin signos vitales. Tampoco había huellas en las maderas.

Ambos hermanos volvieron a sentir dolor, sin embargo, los siguió embargando una extraña sensación. A pesar de que el sereno del lugar les aseguró que lo que habían escuchado era el sonido emitido por la válvula de escape que colocan en el cajón, no lograron converse. “Nosotros escuchamos su voz”, ratificó uno de ellos.