Por Gema Cuccioletta

Con el Teatro Sarmiento casi lleno, el Ballet Clásico de San Petersburgo presentó anoche su versión completa y agilizada del célebre título de Tchaikovsky, el ballet más representado en el mundo. La función comenzó con puntualidad casi inusual para una gala local, y mantuvo al público de San Juan cautivo de principio a fin.

El Ballet Clásico de San Petersburgo llegó anoche a la provincia con su versión de El Lago de los Cisnes, clásico de Piotr Ilyich Tchaikovsky que condensa hechizo, tragedia y un romance que atraviesa la oscuridad y el paso del tiempo. La historia vuelve a centrarse en el príncipe Sigfrid, obligado a casarse por mandato real, y su amor por Odette, princesa convertida en cisne por el hechicero Von Rothbart. A ellos se suma la irrupción de Odile, gemela malvada e hija de Rothbart, cuyo engaño casi separa a los enamorados. A sala llena, el público presenció la precisión y la presencia escénica del elenco ruso, pequeño pero excepcional.

La compañía sostiene la lectura tradicional de magia y engaño, y opta, a diferencia del final original, por un cierre feliz: Sigfrid destruye a Rothbart y salva a Odette. Este desenlace, heredado de la versión del Teatro Bolshói de 1877, reemplaza el trágico planteado por Marius Petipa y Lev Ivanov en 1895, donde la princesa se quita la vida. La elección sorprendió por su estructura de cuento de hadas, pero funcionó: más de una ovación interrumpió la función y el aplauso final se extendió cerca de cinco minutos, coronado por silencios capaces de revelar incluso el roce mínimo de los pies de los bailarines con el escenario.

Una de las tantas escenas que quedaron grabada en los ojos del público.

La puesta en escena, minimalista pero fiel a la excelencia del ballet ruso, trasladó al Teatro Sarmiento hacia los interiores del bosque y el palacio: transiciones limpias, paletas sobrias y un vestuario sencillamente espectacular. El diseño lumínico fue lo más notable al sumar dramatismo, especialmente en la constante aparición de Odette en la mente del príncipe durante el Baile Real, donde Sigfrid oscila entre su recuerdo y la confusa atracción por Odile, el cisne negro. La escenografía reducida favoreció al elenco, que quedó en primer plano sin distracciones, y habilitó juegos de luces que dialogaron con la música del compositor ruso con una precisión impecable.

Sobre esa base, el público sanjuanino pudo ver desplegarse la herencia del Ballet Mariinski —que formó a parte de los considerados mejores bailarines de la historia como Nuréyev, Pávlova o Barýshnikov— que desde su época imperial moldeó el repertorio universal gracias a Marius Petipa, Lev Ivanov y la influencia perdurable de la Academia Vagánova. Esa tradición reaparece en el solista Alexander Volchkov, cuyo Sigfrid une nobleza y exactitud, y en la primera bailarina Maria Tomilova, dueña de unas Odette y Odile equilibradas entre lirismo y filo técnico. La dirección de Kiril Safin, fiel a la estética purista, recupera la línea y el tempo del ballet clásico ruso, reforzando ese legado visual que Ivanov fijó para siempre: el cuerpo de cisnes, doce bailarinas contando a Tomilova, funcionando como un solo organismo.

El público acompañó en buen número.

Aunque condensada en dos horas, la función mantiene la estructura íntegra del clásico. Todos los actos, las variaciones esenciales y la dramaturgia original. Incluso se recortaron algunos enlaces musicales para permitir el aplauso tras los números más reconocidos, como la danza de los pequeños cisnes (Pas de quatre) y el Pas de Deux del cisne negro, donde Tomilova resolvió con precisión las 32 fouettés o vueltas, y obtuvo una ovación de casi tres minutos que detuvo la escena antes de continuar. Así, lo presentado al público no fue una reducción, sino una versión completa y agilizada, pensada para giras sin perder esencia ni continuidad narrativa de un Lago de los Cisnes total, emblema mundial y respuesta a porqué es aún el ballet más representado de la historia.